“Acostumbrado a oírle decir las cosas más extrañas, nada le pregunté. También porque, poco después, escuchamos ruidos y, en un recodo, surgió un grupo agitado de monjes y servidores. Al vernos, uno de ellos vino a nuestro encuentro diciendo con gran cortesía:
- Bienvenido, señor. No os asombréis si imagino quién sois, porque nos han avisado de vuestra visita. Yo soy Remigio de Varagina, el cillerero del monasterio. Si sois, como creo, fray Guillermo de Baskerville, habrá que avisar al Abad. ¡Tú – ordenó a uno del grupo-, sube a avisar que nuestro visitante está por entrar en el recinto!
- Os lo agradezco, señor cillerero- respondió cordialmente mi maestro-, y aprecio aún más vuestra cortesía porque para saludarme habéis interrumpido la persecución. Pero no temáis, el caballo ha pasado por aquí y ha tomado el sendero de la derecha. No podrá ir muy lejos, porque al llegar al estercolero tendrá que detenerse. Es demasiado inteligente para arrojarse por la pendiente...
- ¿Cuándo lo habéis visto?- preguntó el cillerero.
- ¿Verlo? No lo hemos visto, ¿Verdad, Adso?- dijo Guillermo volviéndose hacia mí con expresión divertida-. Pero si buscáis a Brunello, el animal sólo puede estar donde yo os he dicho. El cillerero vaciló. Miró a Guillermo, después al sendero, y, por último preguntó:
- ¿Brunello? ¿Cómo sabéis...?
- ¡Vamos!- dijo Guillermo-. Es evidente que estáis buscando a Brunello, el caballo preferido del Abad, el mejor corcel de vuestra cuadra, pelo negro, cinco pies de alzada, cola elegante, cascos pequeños y redondos pero de galope bastante regular, cabeza pequeña, orejas finas, ojos grandes. Se ha ido por la derecha, os digo, y, en cualquier caso apresuraros-
El cillerero, tras un momento de vacilación, hizo un signo a los suyos y se lanzó por el sendero de la derecha, mientras nuestros mulos reiniciaban la ascensión. Cuando, mordido por la curiosidad, estaba por interrogar a Guillermo, él me indicó que esperara. En efecto: pocos minutos más tarde escuchamos gritos de júbilo, y en el recodo del sendero reaparecieron los monjes y servidores, trayendo al caballo por el freno. Pasaron junto a nosotros, sin dejar de mirarnos un poco estupefactos, y se dirigieron con paso acelerado hacia la abadía. Creo, incluso, que Guillermo retuvo un poco la marcha de su montura para que pudieran contar lo que había sucedido. Yo ya había descubierto que mi maestro, hombre de elevada virtud en todo y para todo, se concedía el vicio de la vanidad cuando se trataba de demostrar su agudeza y, habiendo tenido ocasión de apreciar sus sutiles dotes de diplomático, comprendí que deseaba llegar a la meta precedido por una sólida fama de sabio.
- Y ahora decidme- pregunté sin poderme contener, ¿Cómo habéis podido saber?
- Mi querido Adso- dijo el maestro-, durante todo el viaje he estado enseñándote a reconocer las huellas por las que el mundo nos habla como por medio de un gran libro.” Eco, Umberto. El Nombre de la rosa
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