
Cuando se encontraba en esa dificultad se presentó
Prometeo, que venía de realizar su inspección. Vio a todas las especies
convenientemente equipadas, pero al ser humano, desnudo, descalzo, sin lecho,
inerme. Y ya estaba allí el día marcado por el destino en el que el ser humano
iba a salir a la luz desde el seno de la tierra. Prometeo, ante aquella dificultad,
para procurar al ser humano alguna salvación, robó a Hefesto y Atenea la
sabiduría técnica y el fuego, pues sin el fuego era imposible la adquisición de
aquella habilidad y su uso, y se los regaló al ser humano. Así entró éste en
posesión de la sabiduría útil a la vida. Pero le faltaba la política, pues ésta
estaba junto a Zeus. Prometeo no tenía tiempo de llegar a la acrópolis en la
que se encontraba la morada de Zeus, y además, a las puertas de ésta había
centinelas terribles. Pero penetró a escondidas en el taller en que Atenea y
Hefesto ejercen con amor su arte, de modo que les robó la técnica de la forja,
que pertenece a Hefesto, y las otras que pertenecen a Atenea, y se las entregó
a los humanos, el cual pudo así disponer de recursos para la vida, en tanto que
Prometeo, por culpa de Epimeteo, era, según se dice, acusado de robo. Puesto
que el ser humano participa de lo divino, se distinguió ante todo por su culto
a los dioses, empezó a construir altares e imágenes divinas; enseguida adquirió
el arte de articular sonidos y palabras e inventó la habitación y el vestido,
el calzado y la cama, y los alimentos sacados de la tierra. En un principio,
los humanos así equipados vivían dispersos; no había ciudades. Eran destruidos
por los animales salvajes, siempre más fuertes que ellos; y su artesanía les
bastaba para alimentarse, pero era insuficiente en la lucha contra las fieras,
ya que faltaba al ser humano técnica política, de la cual es parte el arte de
la guerra. Buscaron, pues, reunirse y salvarse mediante la construcción de
ciudades; pero, una vez reunidos, se agraviaban mutuamente, al no poseer la
técnica política, de modo que se dispersaron de nuevo y eran otra vez
destruidos. Entonces Zeus, temiendo que nuestra especie desapareciera del todo,
envió a Hermes para que llevase a los seres humanos el respeto y la justicia, a
fin de que en las ciudades hubiese armonía y los lazos propiciadores de
amistad. Hermes preguntó a Zeus de qué manera debía dar a los seres humanos el
pudor y la justicia. “¿Debo distribuirlos como las distintas técnicas? Pues
éstas han sido distribuidas así: un solo médico basta para muchas personas
particulares, y lo mismo en el caso de otros artesanos. ¿Establezco también así
la justicia y el pudor entre los seres humanos, o los reparto entre todos?”
“Entre todos”, dijo Zeus, “para que todos participen en ellos, pues las
ciudades no podrían subsistir si sólo unos pocos participasen, como es el caso
cuando se trata de otras artes; además, establecerás en mi nombre una ley: todo
ser humano incapaz de participar en el pudor y la justicia será condenado a
muerte, como una plaga contra la ciudad”. (Platón, Protágoras,
320d-322d)
“- Imagínate que el bien y el sol son dos
reyes, el uno del mundo inteligible y el otro del mundo visible; no digo yo del
cielo por temor de que creas que, con ocasión de esta palabra, quiero dar lugar
a equívoco. Aquí tienes, por
consiguiente, dos especies de seres, unos visibles y otros inteligibles.
-
Las tengo
-
Toma, pues, una
línea cortada en dos partes desiguales, y cada una de éstas, que representan el
mundo visible y el mundo inteligible, cortada a su vez en otras dos, y tendrás,
en cada una de ellas, de un lado la parte clara y del otro la parte oscura. Una
de las secciones de la línea te dará las imágenes, entiendo por imágenes, en
primer lugar, las sombras, y después los reflejos que se produzcan en las aguas
y sobre la superficie de los cuerpos opacos, tersos y brillantes. ¿Comprendes
mi pensamiento?
-
Sí que lo
comprendo.
-
La otra
sección, te dará los objetos que estas imágenes representan, quiero decir, los
animales, las plantas y todas las obras de la naturaleza y la técnica.
-
Lo concibo.
-
¿Opinas que
aplicando esta división a lo verdadero y a lo falso resulta la proporción
siguiente: lo que las apariencias son a las cosas que ellas representan es la
opinión, dóxa, al conocimiento, epistéme?
-
Convengo en
ello
-
Veamos ahora
como debe dividirse el mundo inteligible.
-
En dos partes:
la primera no la puede alcanzar el alma sino sirviéndose de los datos del mundo
visible, que antes considerábamos imitadas, como las otras tantas imágenes,
partiendo de ciertas hipótesis, no para remontarse al principio, sino para
descender a las conclusiones más remotas; mientras que para obtener la segunda,
va de la hipótesis hasta el principio independiente de toda hipótesis sin hacer
ningún uso de las imágenes como en el primer caso y procediendo únicamente
mediante ideas considerada en sí mismas.
-
Comprendo algo,
pero no lo bastante, me parece esta materia muy oscura. Sin embargo, figúreseme
que lo que te propones es probar que el conocimiento que los seres humanos
adquieren del mundo inteligible por la dialéctica es más claro que el que se
adquiere por medio de las artes, que se sirven de ciertas hipótesis como
principios. Es cierto que estas artes están obligadas a valerse del
razonamiento y no de los sentidos; pero como están fundadas en suposiciones y
no se elevan hasta un principio, crees que no tienen ese claro convencimiento
que tendrían si se remontaran a un principio; y llamas conocimiento razonado, a
mi parecer, al que se adquiere por medio de la geometría y demás artes
semejantes, y lo colocas entre la opinión y el puro conocimiento.
-
Has comprendido
perfectamente mi pensamiento. Aplica ahora a estas cuatro clases de objetos
sensibles e inteligibles cuatro diferentes operaciones del alma, a saber: a la
primera clase, la pura inteligencia, nóesis; a
la segunda, el conocimiento razonado, diánoia; a la tercera, la
creencia, pístis, y a la cuarta, la imaginación, eikasía, y concede a cada una
de estas maneras de conocer más o menos evidencia según que sus objetos
participen más o menos de la verdad.” (República, Libro VI. 509e-510b)
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